sábado, 17 de marzo de 2007

Cine y filmografia de Peter Weir:


Biografía de Peter Weir:
Nació el 21 de agosto de 1944 en Sideny (Australia) Director y guionista australiano, Peter Linday Weir es hijo de un agente inmobiliario, con el que trabajo durante los primeros años del 60 tras cursar estudios inacabados en la Universidad de Sidney.A mediados de la década decidió hacer un largo viaje por Europa, hasta que retorno a su país natal para dar inicio a sus actividades fílmicas, comenzando a trabajar en el medio televisivo.En 1971 debuta como director cinematográfico realizando un segmento de "Three to go", en donde comienza a mostrar su tendencia a la exploración psicológica de sus personajes principales, una de sus características junto al encuentro y choque cultural. El mismo año rodó también su primer largometraje en solitario, " Homesdale" La primera película de envergadura seria "The cars that ate Paris” (1974), una comedia de humor negro que fue continuada por uno de sus mejores films, "Picnic at Hanging Rock" (1975), un misterioso drama urdido de surrealismo y ensoñación que adapta con brillantez una novela de Joan Lindsay.
"La Ultima ola" (1977), un magistral thriller protagonizado por Richad Chamberlain, corroboró su aptitud para idear y desarrollar historias plagadas de intenso misterio con un tono enigmático.
Tras filmar y escribir el telefilme "The Plumber" (1979) Weir retomó los proyectos en la pantalla grande con "Gallipolli" (1981), un título antibèlico el cual se encontraba protagonizado por un Joven Mel Gibson. Esta película, junto a sus dos anteriores trabajos, confirmaron a Peter Weir como uno de los puntales de la denominada new wave australiana, logrando asimismo un premio como mejor director en los premios otorgados por la academia de cine de su país, institución que le había nominado anteriormente con " la ultima ola".
Gibson volvió a ser el protagonista de su siguiente título, "El año en que vivimos peligrosamente" (1982), una mezcla entre drama político e historia romántica ambientada en la Indonesia gobernada por Sukarno.
Después de este film, Weir daría el salto a Hollywood con "Único testigo" (1985), un thriller romántico en el que volvía a contraponer situaciones y personajes de distinta índole cultural aquí integrando a su personaje central en el mundo de los Amish.
Su trabajo como director le valió una primera nominación a los Globos de Oro y a los Oscar, yendo a parar la estatuilla a manos de Sydney Pollak por "Memorias de África"
Con Harrison Ford coincidió nuevamente en "La costa de los mosquitos"(1986), una película de aventuras basada en la novela de Paul Theroux. "El club de los poetas muertos"(1989) se basaba en una espléndida interpretación de R.Williams y en la afectiva interacción entre un profesor de nuevos métodos y sus alumnos en una escuela privada de finales de los años 50.
Weir volvió de nuevo a ser nominado, tanto en los Globos de Oro como en los premios Oscar, pero otra vez se tuvo que quedar sin galardón. El Oscar al mejor director sería en esta ocasión para Oliver Stone por "Nacido el 4 de julio"
"Matrimonio de conveniencia"(1990), una agradable comedia romántica protagonizada por Gerard Depardieu y Andie MacDowell le valió una nominación al Oscar al mejor guión original. También logró un Globo de Oro como mejor película de comedia.
Jeff Bridges fue el protagonista de "Sin miedo a la vida" (1993), un drama psicológico que
adaptaba una novela de Rafael Iglesias con guión del propio escritor.
Tras un hiato de cinco años, Peter Weir retomó a la actividad cinematográfica con "El Show de Truman" (1998), una notable comedia satírica escrita por Andrew Niccol y protagonizada por Jim Carrey y Laura Linney. Weir recibió otra nominación como mejor director (ganando el premio Steven Spielberg por "Rescatando al soldado Ryan" ) al Oscar y al Globo de Oro.
Hubo que esperar otro lustro para que Weir volviera a presentar su nueva película, "Master and Commander"(2003), un film de aventuras marítimas protagonizado por Russell Crowe y Paul Bettany, que adaptaba de manera magnífica la novela de Patrick O Brian. "Master and commander" seria nominada como mejor película y Peter Weir como mejor director al Globo de oro y a los premios oscar.
El siguiente proyecto es "War Magician", basada en la novela de Dave Fisher, producida por Tom Cruise y ambientada en la segunda Guerra Mundial, que se centra en el personaje real del mago inglés Jasper Maskelyne, quien utilizó sus trucos mágicos para luchar contra los nazis.



Peter Weir: un cine de la identidad
**Fuente: Carlos Pineda
Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta, en realidad,de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.
Sucede a menudo con Peter Weir que el denominador común a todas sus películas -el choque entre mundos opuestos, especialmente culturas-, es tomado como el tema central de su obra. Nosotros proponemos aquí que dicho denominador es en realidad un contexto -acaso el más idóneo-, para analizar el tema que verdaderamente le interesa: la identidad. Las películas de Weir van mucho más allá de referir el enfrentamiento entre dos mundos: en ellas, lo esencial es el proceso de búsqueda y afirmación del Yo que llevan a cabo los personajes al encontrarse en entornos que les son ajenos y adversos. Para hablar de ello, hemos elegido tres de sus obras más significativas: Gallipoli (1981) El club de los poetas muertos (Dead poets society, 1989) y El show de Truman (The Truman show, 1998)GALLIPOLIA primera vista, no diríamos que la estremecedora Gallipoli es una película sobre la identidad; El club de los poetas muertos, Matrimonio de conveniencia (Green card, 1990) o El show de Truman, cada una a su manera, sí parecen, en cambio, títulos de la filmografía de Weir más representativos sobre el tema. De Gallipoli, en todo caso, nos atreveríamos a decir que es una película de guerra o el relato de una amistad. Pero un examen más paciente de ella nos revelaría que es una de sus obras más preocupadas por la identidad, o más aún, donde la identidad es el tema central alrededor del cual giran esos otros motivos que, en aquélla primera impresión, nos parecieron los principales. Lo que ocurre es que Gallipoli pertenece a ése grupo de películas de Weir, como Único testigo (Witness, 1985) o La costa de los mosquitos (The Mosquito coast, 1986), en las que el director australiano prefiere hablar de su tema más querido en voz baja, secretamente, envolviéndolo con el papel de los géneros; no es casual que, en una de sus primeras y más hermosas escenas, uno de los personajes lea a unos chiquillos justamente el pasaje de El libro de la selva en el que el niño Mowgli, con lágrimas en los ojos, descubre que no pertenece, como siempre ha creido, al mundo de los lobos, sino al de los hombres.Al igual que en Matrimonio de conveniencia o Único testigo, su director habla en ésta película de la falsa identidad. Falsa identidad, en primer lugar, de la guerra: Gallipoli es una denuncia de cómo éste hecho terrible seduce a miles de jóvenes con una cara que no es la suya para llevárselos a la muerte. Archy ambiciona en secreto ser un héroe: la guerra le hace ver que ella es una cuna de héroes y que, alistándose, puede ser uno de ellos; Frank quiere tener la aceptación social que tiene Archy: la guerra, muy generosa, le proporciona un uniforme de infantería y luego el más prestigioso de la caballería, que son lo que necesita para ser aceptado en los tiempos que corren; los tres amigos de Frank desean escapar de su vida monótona en Australia y conocer mujeres: la guerra les ofrece en bandeja de plata ambas cosas. Pero la guerra se olvida de leerles a todos ellos la letra pequeña.Peter Weir lleva a cabo su denuncia de ése rasgo de la guerra, que se aprovecha de las aspiraciones y debilidades de los jóvenes, mediante el mismo e inteligente recurso con el que atacará años más tarde el mundo ficticio, carente de intimidad y de inquietante parecido con el nuestro de El show de Truman: revelarle al espectador, y sólo a él, la identidad secreta y deplorable del objeto denunciado -la guerra; el equipo que hace el programa-, creando la misma complicidad que se produce en ésas películas de suspense en las que sólo nosotros, y no las posibles víctimas, sabemos quién es el asesino; un tipo de complicidad basado en la impotencia de los espectadores. En el último tercio de la película, a los personajes les será revelada también, dolorosamente, la farsa atroz.Las sabidurías cinematográficas de Weir son muy sutiles; he aquí algunos ejemplos de cómo desenmascara para nosotros a la guerra. Primero, la escena en la que Archy, en la intimidad de su cuarto y de la noche, mira y acaricia el recorte de periódico sobre la batalla en Turquía; su sensacionalismo, que va directo al corazón del chico y que éste, soñador de gestas homéricas, no alcanza a ver, es insultante. Algunas secuencias más tarde, cuando Archy gana su primera carrera oficial, la caballería, representada por un enorme caballo de madera, irrumpe para reclutar jóvenes: parece evidente que Weir nos está hablando del caballo de Troya, que es un símbolo de la identidad secreta. Ya en Turquía, el director establece un paralelismo visual entre la lluvia de confeti que cae sobre las cabezas de Frank y Archy en una fiesta y, en el plano siguiente, las luces que brillan en la colina de las trincheras donde van a luchar; en el espectador se produce el efecto de revelación de algo oculto.Falsa identidad de la guerra; falsas identidades, también, las que la guerra induce a los personajes a crearse. Por una parte está Archy, que para alistarse en el ejército miente sobre su nombre y su edad -aún no tiene los dieciocho años exigidos-, y se aplica en la cara pelo postizo para esconder su juventud; por otra, está Frank. Su caso nos importa más que el de su amigo. A diferencia de él, Frank no quiere ir a la guerra; varias veces lo declara en las primeras secuencias de la película, y su sueño es montar una tienda de bicicletas. Sin embargo, acaba alistándose por su deseo de ser aceptado: en tiempos de guerra, al mundo y a él mismo ha dejado de importarles quién es, sino qué és, cuál es el papel que desempeña; lo fundamental, ahora, no es la persona -lo que se es-, sino lo que se hace. En dos primeros planos de Frank, Weir nos habla del anhelo del personaje y de lo que está dispuesto a hacer por verlo satisfecho; su elocuencia -los dos cierran las escenas en las que están insertados-, es enorme. El primero es el broche de la cena en casa de la familia que los acoge después de su viaje por el desierto; sus miembros, y en especial la bella hija mayor, brindan por el futuro soldado de la caballería que va a ser Archy, y Frank, al tiempo que eleva su copa y murmura el brindis con indecisión, mira a la familia con ojos inquietos y huidizos, acaso avergonzado. El segundo cierra la escena en la que Archy, ya soldado de la caballería, se marcha de la cantina con sus nuevos compañeros para embarcar hacia Egipto; al fondo del local, lejos de la alegría de todos ésos jóvenes y quitando con fastidio los dardos de una diana, les mira Frank, que ha sido rechazado para entrar en la caballería. Frank -nuestras expectativas se cumplen-, termina por alistarse en la infantería a pesar de que la desprecia por su poca elegancia; un encuentro afortunado con Archy algunas secuencias después le permite entrar en la caballería. Entonces, alcanzado su objetivo, empieza a actuar como corresponde al papel que desempeña, luciendo el uniforme ante sus amigos de la infantería y saludando a las muchachas de buena posición. Pero Weir, en un momento brillante, también lo desenmascara a él: en la escena de la fiesta, Frank se refleja sin saberlo en un espejo, y cuando repara en ello y ve su postura desgarbada, la corrige rápidamente poniéndose derecho. No obstante, él sólo se dará cuenta de que ha caído en una trampa y de que está representando una farsa cuando se encuentre por primera vez con la verdadera identidad de la guerra, lejos de las fiestas de los oficiales, la luz de los galones y la sonrisa de las señoritas, a bordo de la barca que le lleva a las playas nocturnas y bombardeadas de Gallipoli. Y acaso todo lo que quería Weir con la película era mostrarnos los ojos confundidos del joven Frank en ése momento único, cuando descubre la gran mentira y se derrumba con ello, ya sin sentido, el personaje que se había creado.Falsa identidad de la guerra, falsas identidades de los personajes. En Gallipoli, aunque ocasionalmente, Weir se detiene también en otras caras de la identidad. La primera de las secuencias de Egipto muestra a los australianos jugando al rugby con las pirámides de fondo; el conjunto es extraño, no hay armonía, sino tensión entre los dos símbolos nacionales, más enfrentados que integrados. Luego, cuando Frank y sus amigos pasean por la ciudad, asistimos a su discusión con un comerciante que, supuestamente, les ha estafado; en ella, los soldados deploran el trato que se les está dando y aseguran una y otra vez que en su país las cosas serían de otro modo. Destrozan la tienda y recuperan su dinero. Cuando se van de allí, uno de ellos repara en que se han equivocado y que el estafador está en la tienda de enfrente. Después de las dos escenas, comprendemos que en la visión de Weir, la nacionalidad de cada cual deja de ser una circunstancia azarosa y se convierte en un rasgo esencial de la identidad y, por tanto, capaz de crear barreras entre las personas. Y lo mismo sucede con el cuerpo del ejército al que pertenecen los personajes: ser de la infantería o de la caballería implica muchas más cosas que ir a pie o a caballo. Weir muestra la primera como reservada a los australianos más humildes y la segunda a la burguesía o a los granjeros, que son los únicos de su país que se pueden permitir tener caballos. Es por esto que el paso de Frank de la infantería a la caballería está tan mal visto por sus amigos, pues lo sienten como una traición al mundo que la primera representa, y por tanto, contra ellos mismos. En los dos casos, ya sean países o cuerpos del ejército -y generalizando: religiones, razas, partidos políticos, equipos de fúbol-, sucede lo mismo: las personas, viene a decir Weir, transfieren su identidad a un objeto externo y se convierten en ése objeto, de manera que todo lo que vaya contra él, va también contra ellos; se deja de ser alguien nacido en Australia para ser Australia; se deja de pertenecer a la infantería para ser la infantería. Apuntemos, para terminar, que Weir propone que acaso lo único capaz de reconciliar a las personas entre sí y con su propia identidad en la situación extrema de la guerra es la idea de la muerte. Así, el reencuentro amistoso de Frank y sus amigos se produce en el campo de batalla, donde la posibilidad de morir les devuelve la igualdad. Y cuando el oficial, en la última secuencia de la película y a punto de mandar a decenas de hombres a la muerte más absurda, les recuerda que son la caballería, se suceden varios planos detalle de los objetos personales que dan sentido a las vidas de los soldados: un anillo, una carta a una familia, un reloj... En el caso de Archy, son unas medallas de atletismo; segundos después, Weir congela el momento de su muerte: con los brazos extendidos y la cabeza ofrecida al viento, alcanzado por las balas enemigas en la que es su última carrera, el joven corredor parece cruzar una invisible y fatal línea de meta.EL CLUB DE LOS POETAS MUERTOSEl club de los poetas muertos es una película que habla de la afirmación, contra viento y marea, de la propia identidad, y de cómo esto es la máxima expresión de la libertad humana; no en vano, Walt Whitman, supremo cantor del Yo, y Henry David Thoreau, símbolo del hombre libre, son los autores más veces recordados en ella. Unos versos del primero presiden toda la cinta: "Que estás aquí, que existen la vida y la identidad. / Que prosigue el poderoso drama / y que tú puedes contribuir con un verso". Los que pelean por contribuir con un verso único e irrepetible en el drama de la vida son unos jóvenes estudiantes; los adversarios a los que se enfrentan, sus padres y el más severo y prestigioso colegio de Estados Unidos.Desde las primeras escenas, Weir nos deja claro el poco protagonismo que esos chicos tienen sobre sus propias vidas, que ya están diseñadas por sus padres, sobre todo en el caso de Neil Perry, obligado a estudiar medicina. Sin embargo, unos planos de pájaros levantando el vuelo, completamente libres, se suceden después y nos refieren de forma simbólica que en éste curso las cosas van a cambiar. Y para reforzar la conexión entre estos y los estudiantes, el director monta al corte el último de dichos planos con otro de los chicos bajando por unas escaleras a sus clases; el graznido de los pájaros se funde con los gritos de los alumnos, y estos están tomados por la cámara desde abajo, en un contrapicado total que nos hace verlos arriba, como si estuvieran en el cielo.La afirmación rotunda de la identidad como máxima expresión de la libertad humana. Para hablarnos de ello, Weir elige el momento crucial de la primera juventud -que es cuando empezamos a decidir quiénes queremos ser-, y establece una lucha de fuerzas opuestas de cuyo resultado depende en gran medida el futuro de los alumnos: el señor Keating, por un lado, que quiere crear librepensadores -personas: la humanidad es una conquista-, y los padres de los estudiantes y el instituto Welton por el otro, interesados en que los jóvenes sean severas enciclopedias andantes que continúen la profesión de sus progenitores. Keating combate desde su primera escena -también, si queremos, de manera simbólica: la melodía que silba al aparecer en clase es la obertura "1812", en la que Tchaikovski refiere una batalla-: el carpe diem de Horacio que susurra a los chicos es una estremecedora invitación a hacer de la vida una aventura única, extraordinaria y por encima de todo, personal; después, para enseñarles lo que significa embarcarse en ésa aventura estrictamente personal, les hará mirar la clase desde lo alto de una mesa y pasear por el patio del colegio como les apetezca. En efecto, para llegar a ser nosotros mismos, debemos empezar por buscar nuestra propia forma de mirar el mundo -tal vez estúpida, sí, pero nuestra-, nuestra propia voz. [Que Keating tiene su propia voz es algo que queda claro a lo largo de toda la película; sin embargo, cuando le llega el momento más duro -el despido por la muerte de Neil Perry-, tenemos la ocasión de participar reconfortantemente de ella gracias a la sabiduría narrativa del director. Weir nos ofrece en ésa escena el que acaso sea el más emotivo de todos los planos de la película: la visión de Keating de sus alumnos rindiéndole homenaje encima de los pupitres. El plano es doblemente subjetivo: por una parte, por la posición de la cámara, que es la de sus ojos; por otra -esto es lo más importante-, porque Keating, y con él nosotros, no ve lo que está pasando realmente: en el plano no aparece el director de Welton corriendo de aquí para allá y gritando, y los chicos que no se habían levantado se ven en sus mesas encarando de cerca los libros de texto. Keating sólo ve (mos) nueve o diez chicos firmes como columnas sobre los pupitres, nueve o diez vidas salvadas, libres. Y comprendemos en ése momento que el despido no es lo que le importa a Keating; comprendemos que, desde su forma de mirar el mundo, él sabe que ha triunfado]Todo esto queda expresado en los versos de Whitman citados más arriba y que Keating revela a sus alumnos como si fueran un secreto; los versos, además, añaden a la vida el carácter de un drama, adjudicando a las personas, por lo tanto, la condición de actores. He aquí el prisma bajo el cual enfoca Weir el tema de la identidad en muchas de sus películas: ya lo vimos en Gallipoli y lo veremos, llevado a un extremo insoportable, en El show de Truman; también lo encontramos en Matrimonio de conveniencia -un falso marido-, y en Único testigo -un inspector de policía haciéndose pasar por miembro de la comunidad Amish-. En El club de los poetas muertos, Weir establece como primer escenario de ése drama el rígido instituto Welton. La primera secuencia, que es la de la apertura del curso, ya pone al espectador al tanto de sus reglas y del rol que los chicos tendrán que representar si quieren estar integrados en él. Tradición -entendida como el conservadurismo más rancio-, Disciplina -de un carácter casi militar-, Honor -al final, con el despido de Keating, vemos que en realidad era Traición-, y Grandeza -elitismo-, son sus cuatro pilares básicos. Neil Perry, Todd Anderson, Charlie Donald y los demás deberán olvidar quiénes son en realidad y convertirse en lo que sus padres, a través del severo sistema Welton, quieren que sean. Ya se lo deja bien claro el director del centro al profesor Keating: la educación no consiste en enseñar a pensar a los alumnos por sí mismos, sino en prepararles para la universidad; "lo demás -sentencia-, llegará por sí solo". Sin embargo, en un momento de la película, el profesor revela a los alumnos la existencia de una cueva india en la que él y sus amigos se reunían cuando jóvenes para celebrar la poesía y la vida: he aquí el segundo escenario que el director pone en juego. La escena en la que los alumnos se escapan del colegio y corren hacia la cueva sugiere la entrada en un mundo distinto; probablemente, la cueva no esté más que a un par de kilómetros de su residencia, pero los espectadores, a través de las imágenes nocturnas y el montaje a cámara lenta que nos ofrece Weir, sentimos que está mucho más lejos, en otra dimensión. En efecto, la cueva india representa lo contrario a Welton; en ella, los chicos son quienes quieren ser, no quienes están obligados a ser. Les vemos contar historias, cantar y bailar, fumar. Liberarse. Descubrimos que Charlie toca el saxofón y sospechamos que se hubiera dedicado a la música de no haberle encaminado su padre hacia la banca. También aquí los estudiantes representan un papel -el propio Charlie se hace llamar Nuwanda y se pinta la cara y el pecho para convertirse en el personaje que ha creado-, pero uno con el que se encuentran a gusto, un papel en el que proyectan su verdadera identidad. Vemos cómo les une la poesía y nos acordamos de las palabras de Keating en su primera clase: "Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana". La poesía es un rasgo consustancial al hombre, lo mismo que es para el fuego el ser ardiente o para la lluvia el ser mojada. Y es precisamente el rasgo que le permite expresar, de forma más profunda, su identidad, su esencia. Es por eso que los que sufren, los que viven una alegría indescriptible o los adolescentes, que se acuestan y se despiertan confundidos por tantas cosas -en otras palabras: todos aquéllos que son incapaces de explicar lo que sienten, lo que son en ése momento-, encuentran consuelo en la poesía: nadie más que Pessoa, Rilke, Neruda o Whitman pueden explicar lo que les pasa. He aquí los dos escenarios opuestos que presenta Weir. Pero Keating no propone una rebelión total contra el primero, una apuesta radical por la identidad subjetiva, como Charlie cree entender. "Extraer todo el meollo a la vida -le dice, cuando éste ridiculiza al director con su broma telefónica-, no significa meter la pata. Hay un momento para el valor y otro para la prudencia, y el que es inteligente los distingue (...) Hacer que le expulsen no denota valor, sino estupidez, porque se perderá ciertas grandes oportunidades". Lo que Keating propone es un determinado equilibrio: no dejar de ser nosotros mismos en el mundo en el que nos movemos, pero estar siempre al tanto de sus reglas, pues también necesitamos integrarnos en él, ser aceptados. Cuando el choque es demasiado violento y somos incapaces de hacerle frente, pueden suceder desgracias como la de Neil Perry. Presionado hasta lo insoportable por su padre para que deje la interpretación, le resulta imposible seguir el consejo de Keating: terminar pacientemente el colegio y luego, ya mayor de edad, hacer con su vida lo que él quiera. Su muerte se parece a la del joven Archy en Gallipoli: si éste murió con la pose de un corredor, Neil se disfraza de Puck, el duende al que daba vida en la obra, antes de suicidarse. Son dos imágenes durísimas en las que Weir se lamenta con rabia, con impotencia, del futuro robado a esos chicos.EL SHOW DE TRUMANTal vez sea hilar muy fino, ¿pero no es toda una declaración de intenciones el que el protagonista de ésta película se llame Truman? [en inglés, "true" es verdad y "man", hombre: hombre verdadero]. En los créditos iniciales, que son los créditos del programa que da nombre a la cinta, el televisionario Christof dice: "Si bien el mundo de Truman es una falsificación, el propio Truman no tiene nada de falso". En Gallipoli hablamos de la falsa identidad y en El club de los poetas muertos de la vida como drama; ambos elementos se encuentran en El show de Truman de una forma más intensa y explícita, y por ello pueden contemplarse como los motivos principales de la película. Nosotros, sin embargo, proponemos otro menos evidente y que sólo saldrá a la luz al final de la historia, cuando el barco de Truman -que no se llama por casualidad Santa María, pues se dirige a un nuevo mundo-, atraviese la pared que simula el horizonte. Más concretamente, ése elemento se manifiesta cuando cuando Truman toca la pared azul con las yemas de sus dedos, el sonido ambiental se silencia al tiempo que se eleva la música y él, llorando de rabia y confusión, arremete con su hombro contra la pared. Justo entonces, y acaso por primera vez en su vida perfecta, Truman se pregunta, con todo el dolor que lleva en sí ésa pregunta terrible: ¿quién soy?. Cuando Truman toca la pared con los dedos, comprende que le han arrebatado todo lo que se necesita para ser persona, para tener identidad. Primeramente, unos recuerdos. Los seres humanos somos nuestros recuerdos, el órgano de la identidad es la memoria. Cuando queremos que los demás nos conozcan, les contamos nuestra historia, pues es lo único que puede explicarnos. Truman, sí, abunda en vivencias diversas, pero al tocar la pared se da cuenta de que son parte de una gran farsa -algunas de ellas, incluso, son inventadas, como la visita al monte Rushmore-, y esto las deja sin sentido: si nuestros recuerdos son valiosos no es porque sean buenos o malos, sino porque son auténticos. En segundo lugar, le han arrebatado su pequeño universo de relaciones humanas. Truman descubre que todos los sentimientos que sus familiares y amigos habían mostrado hacia él en algún momento eran falsos, y aunque cabía la posibilidad de que después de treinta años de convivencia el roce hubiera hecho el cariño, Peter Weir deja claro que Marlon o Meryl son, ante todo, profesionales, especialmente en la escena en la que el primero emociona a Truman con las palabras que le dicta Christof desde el estudio. Pero no se trata sólo de esto: lo verdaderamente terrible es el mundo de conceptos que se confunden de golpe para Truman, porque ¿qué significan ahora para él las palabras "padre", "madre", "amigo" o "esposa"?. Si las personas que los encarnaban son falsas, ¿quién le dice a él que los propios conceptos, con todo lo que encierran, no son también ilusiones?. Y más aún: la importancia de dichos conceptos para nuestra identidad es que la delimitan: somos hijos porque hay unos padres, amigos porque otros son amigos, esposos porque existen esposas. De niños, aprendemos que somos en función de los demás, que nuestro Yo está definido por ésas relaciones. Sin ellas, nos convertiríamos en una isla. Esto, sospechamos, es lo que Truman siente que le sucede a él cuando toca la pared.En tercer lugar, para Truman se tambalea y se derrumba el otro sistema de referencias en el que nos reconocemos las personas: el entorno, el mundo en sí. No sólo nos definen las demás personas, sino las tiendas de nuestras calles, los bancos de los parques, el quiosco donde compramos la prensa, el pequeño jardín de nuestra casa, el mar, los cines, las revistas y los libros que leemos... La mayoría de las personas, en algún momento de su vida, echan raíces en algún sitio, y cada vez que regresan a él después de haberlo dejado, sienten que regresan a su hogar. El mundo que nos rodea está impregnado de nosotros. Es nosotros. Dicen unos versos de Wordsworth: "...y amo reconocer / en la naturaleza y en el lenguaje de los sentidos / el ancla de mi más puro pensamiento, la nodriza / el guardián y el guía de mi corazón, el alma / de mi ser moral entero". Así, el drama de Truman consiste en que es y, sin embargo, no es; se trata de un mutilado al que lo único que le une a la realidad es un beso robado a una chica en una playa, en tanto que es lo único verdadero que existe en su vida. Y es ése recuerdo de Sylvia, ése solitario punto de autenticidad, lo que impulsa a Truman a descubrir la farsa que le rodea y, a partir de eso, descubrir quién es él. Muy sabiamente, el guionista elige el mar, que es lo que más miedo da a Truman, como enemigo a batir para lograr dicho propósito, pues el descubrimiento de la verdad pasa inevitablemente por enfrentarse a los mayores temores; al mismo tiempo, el mar es un símbolo de libertad: afirmarse a uno mismo, que es lo que hace Truman al montarse en el barco, es la máxima expresión de la libertad humana. Sin embargo, ¿quién le garatiza a él que el mundo al que se dirige, que es el nuestro, será más real que el suyo?. Borges dice en un poema: "Dios mueve al jugador y éste, la pieza / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueños y agonía?". La vida de Seahaven está regida por el argumento diseñado por Christof; la nuestra -y quizá otras más abarcadoras-, quién sabe por qué misterioso artesano. Cuando el creador del programa se manifiesta a su criatura y le explica que en ambos mundos existen las mismas mentiras y engaños, no sólo le está advirtiendo de que en nuestro mundo real las personas se comportan muchas veces como actores, sino de la imposibilidad del ser humano de conocer la verdad. Le advierte de que nunca llegaremos a saber realmente quiénes somos. La elección que le plantea Christof entonces -quedarse o marcharse-, es menos absurda de lo que parece, porque quedarse significa tener todas las respuestas, saber que existe un Dios, una causa última que puede explicar el día y la noche, a uno mismo; más allá de la cúpula, se abre un mundo desconocido, igual que para nosotros se abre el universo, pero en su pequeño mundo, Truman puede controlar lo que le rodea [más juegos con los nombres: en inglés, "sea" es mar, y una de las acepciones de "haven" es refugio; Seahaven, refugio de mar] Irse de Seahaven, en cambio, supone la ilusión de la libertad y entrar en el oscuro mar de las preguntas sin respuesta. De ésta forma, paradójicamente, aceptar el mundo falso que Christof le ofrece significa la conquista de la identidad, mientras que si sale al mundo real, lo encontrará poblado de espejismos y acabará dándose cuenta con horror de que él es uno de ellos.Éste durísimo dilema en el que se concentra el drama de Truman es el núcleo de la película. Cabe hacer ahora, como conclusión, dos pequeños apuntes sobre la identidad de los actores del programa y de nosotros mismos como televidentes. En la película, Weir lleva al extremo la concepción de la vida como drama que ya ensayó en otras de sus películas, especialmente en El club de los poetas muertos. Seahaven es el reflejo deforme e inquietante de nuestro mundo, donde los medios de comunicación potencian al límite la identidad pública de las personas, el personaje que éstas se han creado o que los propios medios o los espectadores han creado para ellas. Meryl o la madre de Truman no abandonan sus identidades falsas al cabo de una o dos horas, como hacen los actores de teatro; en los créditos iniciales, Meryl dice: "no hay diferencia entre mi vida pública y mi vida privada; mi vida es el Show de Truman" [un hecho es curioso: el hombre que entrevista a Christof nos informa de que éste es un celoso guardián de su intimidad] Vida y representación se funden, se convierten en algo idéntico; las situaciones pueden ser provocadas, pero no existe un guión: los actores se interpretan continuamente a sí mismos. Y tal vez el momento más sobrecogedor en éste sentido, si lo pensamos, sea cuando la niña del autobús, al ver a Truman, pregunta a su madre si ése es el hombre que sale en la televisión, sin saber que ella misma es una figurante del programa. Segundo apunte: el espectador de la película como parte de la trama. La interacción con el espectador se ha practicado en la historia del cine desde sus primeros tiempos -en Asalto y robo de un tren (The great train robbery, de Edwin S. Porter, 1903) un forajido nos dispara desde la pantalla-; recordamos los finales memorables de Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, de Federico Fellini, 1956) y de La calle de la vergüenza (Akasen chitai, de Kenji Mizoguchi, 1956), en los que las protagonistas, ambas prostitutas, miran en primer plano a la cámara e implican de manera definitiva al espectador en sus historias tan tristes. Pero el objetivo de una y otra interacción es distinto. La primera busca en el espectador tan sólo un cómplice para Cabiria, alguien que reciba con compasión, después de las desgracias presenciadas, su sonrisa tímida y llena de esperanza; al otro lado de la pantalla, nosotros la recibimos y nos sentimos más cerca aún de ella, pero sin abandonar nuestra condición de observadores del drama. En la segunda, en cambio, se pretende convertir al espectador en un personaje más de la película; la prostituta, antes de esconderse lentamente tras un biombo, nos mira de reojo como si nosotros fuésemos sus posibles clientes. El show de Truman interactúa con el espectador de ésta segunda manera, y en su caso, nos convierte en televidentes del programa. Las razones de Weir son claras: hacer que el espectador reflexione sobre sí mismo a partir del reflejo atroz que los espectadores del programa son de él, a veces tiránicos -"no irá a Chicago ni a ningún sitio: primero tiene que aclararse con Meryl", dice uno de ellos-, y siempre obsesivos. Para lograr ésta identificación, nos ofrece constantemente los mismos puntos de vista de cámaras ocultas que tienen los televidentes reales. Pero donde tal vez se muestre Weir más inspirado sea en el uso que hace de la música: cuando Truman se reencuentra con su padre y entramos por primera vez en los dominios de Christof, nos damos cuenta de que toda la música que hemos estado escuchando a lo largo de la secuencia -y de la película-, y que nos ha emocionado proviene de un músico del equipo que hace el programa. La identificación con los televidentes es entonces total: las trampas que Christof tiende a sus espectadores nos atrapan también, inesperadamente, a nosotros.
Otra vuelta de tuerca sobre "La sociedad de los poetas muertos"
http://sepiensa.org.mx/contenidos/d_sociedad/sociedad_1.htmBasada en un impecable guión de Tom Schulman, ganador del Oscar en 1990, la película La sociedad de los poetas muertos expone el despertar adolescente al placer del lenguaje poético, al romanticismo, la búsqueda de la identidad y la canalización de las posibilidades vocacionales.La película se torna indispensable para docentes preocupados por la formación de niños y jóvenes, además de ofrecerles información. Asimismo cuestiona a los padres que, aun con buenas intenciones y buscando lo mejor para sus hijos, no se detienen a pensar y sentir lo que éstos necesitan y quieren.En el guión quedan perfectamente engarzados poemas de Walt Whitman, Henry D. Thoreau y Lord Tennyson, entre otros, así como unos diálogos verosímiles que en unas cuantas frases muestran la personalidad, los conflictos, las posibilidades y expectativas de sus personajes. El escenario es un colegio tradicional, rígido y exigente, donde el peso de la tradición gravita sobre las vidas y las conciencias de los jóvenes adolescentes, que son inscritos y presionados por sus acaudalados y severos padres.La trama se presenta con unos leves y breves trazos, donde el conflicto queda expuesto y así conocemos a los personajes: padres, maestros y autoridades dispuestos a todo, menos a romper las reglas que han seguido por años, un conjunto de estudiantes, con distintas potencialidades de pensar y sentir a profundidad, y un maestro de literatura dispuesto a abrir las mentes y los corazones de sus alumnos al goce de la lectura y la libertad de pensamiento.El tema principal cuestiona las prácticas rígidas y memorísticas de las escuelas tradicionales, contrastadas y retadas por este exalumno convertido ahora en maestro, que viene decidido a romper dichas formas de enseñanza y aprendizaje.Sus métodos didácticos, que de forma creativa e intempestiva, abren las expectativas de los chicos a la libertad de pensamiento y al gusto por la poesía, son dignos de tomarse en cuenta por maestros que buscan hacer de cada uno de sus alumnos personas pensantes.El conflicto psicológico, sin embargo, no es tan sencillo como lo plantea el maestro y lleva a un desenlace trágico por lo que quedan cuestionados, no sólo la pedagogía obsoleta y la rigidez de unos padres duros y poco accesibles, sino la pertinencia y la sensibilidad que un maestro debe tener para respetar el tiempo y la circunstancia vital de sus alumnos.La película nos muestra magistral y sutilmente que las cosas no son sencillas y que ser docente conlleva una mayor responsabilidad a la que aparentemente queremos creer. Pues hasta los más innovadores planteamientos didácticos requieren del respeto por la propia maduración del niño y el momento vital del adolescente.Por último, la película toca un punto vital para todo aquel que se considere un educador —ya sea un padre o un maestro—: el respeto por la vocación, la pasión y las circunstancias de los jóvenes, así como que cada cosa tiene su lugar, cada aprendizaje debe tener su tiempo de maduración.El educador sólo es facilitador y acompañante; por ello, ¡cuidado en querer forzar las cosas y ayudar a romper el capullo, pues se corre el peligro de matar a la mariposa!